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ISSN 1989-4163

NUMERO 28 - DICIEMBRE 2011

El Último Caso de Phillip Marlowe

Paco Piquer

Un homenaje a Raymond Chandler

 

           Está buena esa enfermera; vaya si lo está. Quien tuviese treinta, no, cuarenta años menos. He perdido ya la cuenta de lo viejo que soy. Pero aún me pondría mi gastado sombrero, le guiñaría un ojo y la invitaría a pasear en mi viejo Olds mientras encendía un Chester sin filtro y mantenía mis ojos entornados en esa mirada líquida. Pero estoy aquí, en este puto hospital, conectado al oxígeno y con una maldita sonda que me acompaña noche y día colgada de mi cama. Y ahora va y me dice que me la va a cambiar y presiento la vergüenza de tener que enseñar lo que, en otras circunstancias, le mostraría con orgullo.

            - Cuidado, muñeca No se puede jugar con ciertas cosas - Le he dicho cuando ha levantado la sábana y ha tomado entre sus manos mi virilidad enchufada a un asqueroso tubo de plástico.

            – Relájese, relájese. - Me ha pedido mientras manipulaba mis vergüenzas y yo miraba al techo tratando de disimular mi aprensión.

            – Hasta luego, señor – Ha terminado su trabajo y la jodida sonda vuelve a estar colgada de la cama – Llámeme si necesita algo.  

            Ha cerrado la puerta y me ha dejado solo, con la habitación oliendo a violetas.   

            - ¡Dios! Lo que daría por un cigarrillo y un buen trago.

            Intento dormir un rato y los recuerdos se instalan en mi cerebro sin permitírmelo. El viejo despacho en el Caluenga se me aparece como un escenario donde cuatro desgraciados venían a pedirme ayuda cuando perdían algo, casi siempre a su mujer, que se les largaba con el lechero sin que ellos lo entendiesen o con un guaperas y su Lincoln descapotable comprendiéndolo perfectamente, aunque tarde.

            En ocasiones, también acudían a mí alguna rubia desesperada con intereses en la cuenta corriente de un marido con líos de faldas y tipos que parecían normales para que les encontrase a socios descarriados; luego resultaban ser mafiosos en busca de morosos escurridizos.

            Una foto arrugada y unos dólares de adelanto – Para los gastos, ¿sabe? -  y a la calle.

            Y preguntas, muchas preguntas. Los billetes de a dólar siempre dispuestos para abrir bocas y recuperar memorias. Al casero. Al vecino o a la vecina; alguna hasta se ponía tierna para alegrarme el día. Debía  gustarles mi sombrero.

            La habitación en penumbra propicia un sueño agitado, plagado de evocaciones. Antiguas y próximas. Desde aquel L.A. que ya no existe, plagado ahora de horteras multimillonarios que pastan por Rodeo Drive, hasta el inolvidable Hollywood Boulevard, irreconocible desde que tuvieron la idea de sembrar de estrellas sus aceras, hitos que marcan el territorio de las putas que se ofrecen en sus madrugadas.

            Mi memoria se detiene en la semana pasada, cuando un inesperado coma diabético me ha postrado entre estas cuatro paredes pintadas de un horroroso color crema.

            Los síntomas se presentaron en la comisaría del distrito veintiocho, mientras identificaba a un tipo del que la policía sospechaba extorsionaba a unos chinos cerca de Sunset. Le había sacado de un lío con mafiosos hacía unos años y el teniente Urbinos, aún me queda algún amigo en la poli, me pidió que le ayudase. Lo cierto es que la vista se me nubló un tanto en la rueda de reconocimiento.

            - ¿Estás bien, Marlowe? – me preguntó Urbinos.

            – Sí, sí. Adelante – respondí.

            Es lo último que dije antes de caer como un saco de patatas.

            Lo cierto es que la cagué bien cagada. El tío al que señalé se lo cargaron en el comedor de la cárcel. Nadie vio nada. El tipo tenía la cara dentro de un plato de sopa y un cuchillo entre los omoplatos.

            - Caso cerrado, dijo Urbinos.

            Yo no lo tengo tan claro. Sobre todo cuando vi su foto en los periódicos.

            – Hola otra vez, señor Marlowe.  

            Regresa la enfermera y su aroma a violetas me despierta de mis quimeras. Ha pronunciado mi apellido y, en efecto, está realmente apetecible. Los años no han menguado mi capacidad de seducción.

            - ¿Me conoce? – pregunto; aún debo resultar interesante.

            – Es usted muy popular, señor Marlowe – responde mientras prepara una jeringuilla – No va a dolerle – dice.

            Me hago el duro – Pincha muñeca, sin miedo – La aguja penetra bajo mi piel.

            - ¿Sabe, señor Marlowe? – pregunta.

            – Dime, preciosa –  mantener la mirada nunca me ha fallado.

            – Debería cuidarse más. La diabetes es peligrosa, nubla la vista, hace que se vean cosas equivocadas…, que se acuse a quien no se debe – Está apretando el émbolo de la jeringuilla – y, créame, señor Marlowe, la insulina no siempre es el mejor remedio  – Saca la aguja de mi brazo. Se levanta y sonríe – Hasta nunca, señor Marlowe.

            Un calor extraño me invade de pronto. Tengo sueño. Mucho sueño.

            - ¿Quieres qué te acompañe, pequeña? Mi coche está a la vuelta de la esquina. ¿Te gusta la comida china? – El perfume de violetas me está volviendo loco. -  ¿Tienes un cigarrillo, prenda? – Esas paredes crema son horribles - ¿Se ha hecho ya de noche? – Dame mi sombrero, muñeca. Se hace tarde. Muy tarde.

 

 

Philip Marlowe

Kitchen

 

 

 

 

 

 

 

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